Juan 19: 31-35
Respirar requería un gran esfuerzo para los crucificados porque debían apoyarse sobre el clavo en la herida de sus pies para cada inspiración de aire. Al cansarse el crucificado se moría por asfixia. Si le quebraban los pies se moría más rápido porque ya no se podía apoyar para respirar. Los soldados acostumbrados a diagnosticar la muerte en los colgados en cruz, vieron que Jesús ya estaba muerto. Pero, para asegurarse, metieron una lanza en su costado que hizo brotar lo que Juan vio personalmente y describe como sangre y agua. Esto probablemente rompió los tejidos del corazón, y le podría haber provocado un neumotórax al entrar aire y colapsar el pulmón.
Tener presente estos detalles tienen su importancia porque hay quienes intentan poner en duda la realidad de la muerte y resurrección de Jesús. Si Jesús no murió entonces tampoco resucitó. Si Jesús no resucitó, vana es nuestra fe, como dice Pablo en 1 Corintios 15:14. Pero, como ya vimos, Jesús si murió, ante la mirada de muchos testigos, entre los cuales estaba Juan que escribió lo que él mismo vió. No era algo que alguien le haya contado. Él lo vio, otros discípulos lo vieron, los soldados romanos lo vieron. Allí también estaba José de Arimatea y Nicodemo quienes bajan el cadáver de Jesús y lo sepultaron envuelto en vendas y perfume, las mujeres que le seguían vieron donde lo pusieron en la tumba y la gran piedra que tapó el sepulcro.
Jesús derrotó a la muerte y al sepulcro. Él también venció mi muerte y cambió mi destino eterno. En Él puedo vivir una vida de esperanza, una vida plena y feliz, una vida con propósito aquí en la tierra y un más allá maravilloso.
Oración: Gracias por la vida abundante que ganaste para mi en la cruz. Gracias, que para ti, la muerte no fue una derrota. Gracias porque podré compartir esa vida eterna contigo, y puedo vivir ahora con la certeza de tu triunfo sobre el pecado y la muerte.
Siguiendo al maestro.
Por Daniel Martín
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